viernes, 9 de noviembre de 2012

 
         Una sensibilidad que no muchos entenderían.
 
         Un sentir que las cosas… te superan, son siempre más fuertes que vos.
         Sentir que sos débil, un antifaz mal acomodado, y que por la pequeña ranura de piel: se te ve todo. Nadie te cree.
         Caminando por la cuerda floja de una vereda donde por todos lados llovió con sandalias no diseñadas para la situación. Mal calzada para la lluvia, aunque siempre descalza para el calor. Mal vestida para el mal tiempo, en pelotas para cualquier otra situación.
         Ser consciente del pelo en la cara, las ojeras, las sonrisas falsas, las situaciones incómodas, los sentimientos incómodos que preferirías nunca haber reconocido.
         Estar analizando todo en todo momento.
         Sentir lo que pensás todo el tiempo. Sufrir la carga de la coherencia, de la conciencia. Y no poder evitar lo que sentís, por más de que lo quieras negar, hacer ojos ciegos, ante cada negación se te salta el corazón en el pecho como un perro furioso. Sólo algunas caricias lo calman; pero las caricias no llegan nunca de las manos que querés, siempre de las que creías no necesitar.
         Estar aprendiendo a cada momento, sorprendiéndote siempre que las personas cometen algo impredecible, como si lo supieras todo.
         Querés probar el fracaso porque en el fondo es lo único con lo que te reconocés. Querés saber, ¿es tan grave?, ¿de verdad se siente tan mal? Y vas a comprobar que no para que no te de miedo. Querés cambiar pero no tenés los huevos, pedís a gritos un hombre para que te los preste. Estás por hacer una estupidez.
         No te gusta sentirte tan sensible, te hace sentir vulnerable, débil, con poquita ropa, y no creés que nadie pueda ser tan delicado ni darte lo que querés. Tenés tanto miedo. Miedo de no ser lo que querés. 
          Lo que no sabés: es que es el único miedo que está justificado.
Es el único miedo que tenés derecho a tener.


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